Writing cure: Vencedores y vencidos

lunes, 2 de febrero de 2015

Vencedores y vencidos

Amanezco en mi pueblo, sol y viento gélidos. Masquefa amanece silenciosa, las casas blancas y de colores fríos relucen en un sol que sólo ilumina un pueblo sumido por la tristeza profunda. Hoy se siente pena por el drama. El drama de un adolescente que puso desenlace justo el día antes, porque no aguantaba más. Su pecado: ser bisexual. Los asesinos, en paradero desconocido y escondidos bajo la máscara del cobarde, el que tira la piedra y esconde la mano, reflejo de una enfermedad social, que es la hipocresía, la intolerancia y el sadismo no sólo de adolescentes, sino de incluso gente mucho mayor y que se proclama madura. La necesidad infantil y rastrera de joderle la vida a los demás, no sólo ni únicamente con hostias, sino con risas, vacíos, engaños, murmurios y discriminación. 

Valientes hijos de puta que se esconden tras haber matado tras una cuchillada limpia, perfecta, abriendo una herida y una brecha emocional en amigos y familiares. Sus guantes blancos no se verán sangrados, es la impunidad de aquél que intenta joderle la vida a otro sin dejar rastro, ante los ojos de una sociedad que prefiere ignorar antes que luchar y vencer. El ostracismo que conduce a la autodestrucción, aquél causado por la no-pertenencia a un grupo o a un clan, por no seguir el tribalismo de compañeros de trabajo encegados por la competencia para conseguir un puesto o por el castigo a las miles de ovejas negras de algunas familias, que tienen que ser desterradas por el simple hecho de reivindicarse como individuo. 

Y yo ando, por el pueblo que ya se convierte en ciudad, un lunes por la mañana dispuesta a hacer unos recados en la universidad. Y pienso en la enfermedad y en la empatía hacia ésta, la inmunidad que tenemos todos nosotros, y el rencor y la pena que siente una persona que acabó siendo la anoréxica de la clase, porque cuatro animales y una mujer mayor se animaban a llamarla gorda, mientras las ratas que perseguían a los flautistas les hacían de coro, negando que nada había pasado. Y recuerdo las ganas de venganza, la violencia que llegué a sentir siendo pacífica, ante una impotencia y el sadismo de una sociedad que discrimina y que selecciona cínicamente a las víctimas para sentirse más o no reforzadas, o monopolizando la violencia (sobre todo psicológica) de unos o de otros, según su conveniencia. Recuerdo todo esto mientras saco el humo gélido por mi boca, pensando en qué se equivoca la gente, en qué me equivoco yo, en qué nos equivocamos todos nosotros. Y la equivocación que debía cometer este pobre chaval: ser diferente y querer vivir su sexualidad como una persona normal, en un país que dice ser progresista de cara a los demás, pero que dentro de las casas alberga estereotipos, xenofobia y homofobia. 

Tribalismo y sadismo, estas dos grandes enfermedades que albergamos todos nosotros y que tan sólo sacamos cuando está permitido y no hay rechazo (cuando, es más, hay apremio) por parte del resto: ante violadores y asesinos, ante enemigos de victimistas o ante el tonto de clase que no puede defenderse. 

Y vuelvo a mi casa, a mi refugio de pensamientos. ¿Qué le habrá empujado a autodestruirse? Y me siento terriblemente identificada, ante tantísimas veces que deseé tirarme por el balcón ante una llamada traicionera, una amenaza, un saco de insultos o ante una falsa unión familiar a partir del sacrificio humano. Podrían haberse ido esos hijos de puta llamados acosadores. Pero no lo hicieron. Ya eran demasiado felices desgraciándole la vida.