Writing cure: David y Goliat o el derecho al insulto

domingo, 1 de febrero de 2015

David y Goliat o el derecho al insulto

A partir de hoy me reservo el derecho al insulto, con la lengua cervantina, como aquél estudiante de biología que elabora una tesis doctoral sobre ciertos comportamientos zoológicos en humanos con supina ignorancia. 

Me he cansado del paseo y de la actitud infantil de dos feminazis y su orquesta de panderetistas. Feminazis que ensucian el nombre de verdaderas feministas como fueron Artemisia Gentilleschi, Simone Beauvoir o Louise Bourgeois. Los mismos que reservaban el papel de la mujer a la tarea doméstica ahora se ponen la chaquetita malva para que el resto no los vea como lo que verdaderamente son, retrógrados vestidos de la mujer del futuro de Neutrex; o aquéllos que ahora ejercen el falso papel de grandes defensores de la infancia, cuando sólo han querido tener para ellos hijos dóciles y manipulables, o bien que les ha importado una puta mierda el bienestar de cualquier infante ajeno a su núcleo familiar, siempre y cuando esto no suponga un gasto económico demasiado elevado.

Pero para empezar reservan la igualdad a la igualdad de género, porque la igualdad real les da demasiado pereza, ya que prefieren seleccionar una sola víctima con un afán hipócritamente sensacionalista y porque aun así les gusta criticar a los inmigrantes que les quitan el trabajo o fomentar la xenofobia, como un acto de sublimación de sus vidas de mierda. Los mismos que ahora defienden a la mujer antes la reservaban para limpiar las zurraspas del váter, para que les hicieran la puta comida o porque aún les facilitaran más sus vidas vacías de contenido. Porque están haciendo las cosas muy mal y desde una hipocresía sumamente retorcida: pegar a una mujer es una aberración, pero en cambio maltratar psicológicamente a un par de críos es algo normal en pleno siglo veintiuno. La tranquilidad proporcionada por atribuir las culpas a un bando o al otro, sin investigar el fondo, es la metadona del adicto a la soledad, a la mediocridad y a la vacuidad de aquél que no tiene ningún motivo para vivir, salvo el de sentarse en la barra de un bar y criticar a cualquier hijo de vecino.  

Se califica de inmaduro a alguien que es clave para el proceso de forma poco inteligente, por envidia o algo así, por medio de mensajes amenazantes, escritos de tal forma que el mismo Pompeu Fabra debe de estar teniendo retortijones desde su tumba y que causan más de alguna risa a algún funcionario judicial, después de teatrillos circenses propios de los juicios de la Infanta Cristina o de Isabel Pantoja. Se procede a la tranquilidad falaciosa de atribuirlo todo al interés económico, pero vas al Registro de la Propiedad un viernes por la mañana y ves perfectamente que no eres el único que tiene un interés remunerado, y entiendes que interesa la solvencia de cierta persona, que se vería realmente atacada por el hecho de tener que pagar responsabilidades civiles derivadas de algún delito entonces negado, pero real, verídico y demostrado. Para algunos, pensar o no de una cierta forma parece que da dividendos. Se justifica un acto violento porque fue "provocado" por una grabación no inmediatamente antes, causa de justificación que no figura en ninguna parte de mi Código Penal y que muy posiblemente tan sólo figure en sus morales rastreras que, desde luego, no están capacitadas de ningún apremio. 

Por eso a partir de hoy me reservo el derecho al insulto. Pero no el insulto que ellos cometen desde la pantalla sin mancharse del barro de la guerra, sino de aquél que tiene argumentos más que suficientes, suficientemente madurados desde la perspectiva de la primera persona.  Hoy el insulto va a ser poesía y la ofensa, reflexión. Es el insulto constructivo y bien razonado, porque ofende desde la verdad, aquél cometido con la pistola de la verdad y que hace hervir la sangre mental. Aquélla molestia del hipócrita que aún me da más asco que la violencia, pero no sólo de género, sino la que se manifiesta en múltiples formas.

Porque esta es una lucha de David contra Goliat. El joven David, rey de los judíos, con su rostro y cuerpo de niño, vence al Goliat, más viejo que el diablo. Y Goliat son miles de ignorantes que son derrotados con la habilidad de un jovenzuelo que entonces fue subestimado y que supo imponer su virtud ante la crítica ajena.