Writing cure: El vendedor de argumentos

miércoles, 7 de marzo de 2012

El vendedor de argumentos

Hacía poco que los mercados presentaban variedades de productos, después del descubrimiento de América. En el mercado del pueblo habían paradas de todo tipo: de ropa, de animales, de pan, de frutas, de verduras de los campos. Pero me habían comentado que en él había una de peculiar: había un hombre que vendía argumentos a un bajo precio, pero que funcionaban bastante bien. Tenían un éxito brutal; se formaban colas monumentales desde las ocho de la mañana hasta la misma hora de la noche. La gente acampaba a las seis de la mañana los días de mercado, esperando a que el hombre llegase con su carro y que chillase: ¡ARGUMENTOS! Ahora no hace falta inventarse excusas. ¡Obtenga un argumento eficaz, barato y duradero para el resto de sus vidas!

Sentí curiosidad y me acerqué allí. Había pensado en comprar uno, para comprobar si se merecía ese hombre el éxito que estaba teniendo. Pero desde lejos su aspecto sonaba. Recuerdo que, yendo con mi caballo y con las peores faldas que había encontrado en la cómoda, me sorprendí por lo cercano que me sonaba su aspecto: era un ex amigo mío que, dadas sus patrañas y falsedades, terminamos de una forma... trágica.
Así pues, subí al caballo y volví a la posada.

Al volver, encargué a la casera si me podía dar un traje de viuda, que me tapase gran parte de la cara y del cuerpo. Ella respondió que sí, que podría encontrar alguno en el sótano y que lo podía coger sin problema, siempre y que volviese a su lugar y con pocos rasguños. Así entonces, la semana entrante me puse el traje, monté en mi caballo y volví a la plaza. Los gritos del vendedor sonaban de lejos. Bajé del caballo, me puse a la cola y estuve bastante rato en la espera.
Hasta que por fin, me tocó. Me fijé en el mostrador, y habían muchísimas cajas diferenciadas según el tema del argumento.
- Bienvenida sea mujer viuda, ¿qué se le ofrece? ¿Un argumento para cargarle alguien la muerte de su marido a alguien que no es de su bien parecer?
- Bueno, no lo sé, es para probar.
-¡Y tanto! Pruebe y si queda satisfecha, no dude en volver. Tome, llévese este gratis. - se dirigió en una ancha caja, donde ponía la etiqueta "muerte".
Era algo similar a una galleta de la suerte occidentales. Me aparté de ese lugar y, lejos de la multitud la abrí. En ella, ponía:
Le vi a usted con la luz de la luna apuntándole con un cuchillo.

Al leer eso, aluciné. ¡Pero cómo podía algo de ese tipo tener coherencia en todas las situaciones! Y aquellos productos, baratos y de poca validez, tenían más éxito que un caramelo en la puerta de un colegio. Ese chico había tenido una buena estrategia, vendía sus apócrifos productos en un punto clave en que se reunía gente de poco nivel cultural, y así se los había ganado a todos. 

Pasaron los días y en ocasiones volví a pensar en ello. Hasta que un buen día, desde mi posada, escuché un estruendo ruido que provenía de la plaza central y que hizo sonar las campanas como nunca. Me asomé la ventana y vi la situación: ¡todo el mundo estaba peleándose! Las paradas de verdura se convirtieron en industrias de armamento, y coles, tomates, calabazas y otras hortalizas volaban por los aires; personas agarradas por el cuello con las manos de otros... 

La cosa se paró un momento. Todos los contrincantes se miraron, volvieron sus cabezas a la parada del hombre, que la piel se le había puesto pálida observando todo el estruendo; y después todos los participantes dirigieron su objetivo a la parada. La rompieron toda, cogieron al dueño y lo tiraron en una parada de animales, donde los gorrinos, embarrados, hacían la siesta.

Quien de los problemas de los demás se beneficia, de bondad tiene contados los días.